Tenía unos 16 años cuando por orden de mi padre, en compañía de mi hermano Antonio de 12 fuimos a un villorrio, en la precordillera de Los Ángeles (Chile) esperando noticias o encontrar a nuestro hermano mayor Julio, quien debía haber vuelto hacía unos dos días de la cordillera. Nos contactamos con Carabineros del lugar quienes nos prometieron noticias en un par de días porque en esos instantes salían de patrullaje precisamente hacia el lugar donde se suponía que estaba Julio.
A la espera del retorno de la patrulla decidimos explorar e ir de pesca al indomable Río Ralco.
Pedimos al carabinero de guardia del minúsculo retén que nos custodiara nuestro modesto equipaje (una mochila o «saco andino» usado por entonces por los militares, un par de sacos de dormir, unas latas de conserva, ropa de abrigo y pan para dos días) mientras nos prometieron conseguirnos «hospedaje» o un lugar para pasar la noche, que resultó ser el suelo de un galpón donde el dueño del único semidestartalado microbus guardaba repuestos, partes y piezas del mismo.
Nuestro equipo de pesca constaba solo de un par de modestos y abollados tarros de café prestados, con no mas de cuarenta metros de gastado nylon 0,40mm provistos de un par de maltratados y descoloridos «terribles» de 11/2″a los que le faltaba a cada uno al menos una araña, despuntada otra y salvándose solo la posterior. Mi «terrible» además tenía flojas sus aletas lo que le daba una acción irregular.
Debo declarar que en aquellos años aún no existía la mirada de cuidado o conservación del medio o las especies y la pesca «deportiva» se remitía solo a la extracción de los peces, en tanto que la devolución se practicaba excepcionalmente, y solo con las truchas pequeñas.
El Río.
El entonces indomable Río Ralco se mostraba turbulento con frecuentes sectores de aguas blancas las que desafiaba a cualquier temerario intento de vadeo, por lo que decidimos que lo mas cuerdo era lanzar solo desde la angosta orilla o donde las grandes rocas lo permitieran. Desde el principio, la suerte le sonreía ampliamente a Antonio quien era capaz de «leer el agua» como un experto, sumada a su habilidad innata de saber donde se ubicaban los peces.
Finalmente encontramos un lugar seguro o «vado» (lugar de vadeo) empleado por las carretas de bueyes de los lugareños donde cruzamos a la orilla opuesta cuya ribera era mas prometedora para intentar la pesca.
Promediada la tarde, nos encontramos con que la huella que seguíamos bordeando el río terminaba abruptamente frente a una muralla infranqueable de vegetación. Enfrente a ese punto, una enorme roca sobresalía en medio del río provocando una gran turbulencia con un fuerte ruido semejante a una cascada para crear un breve remanso aguas abajo.
-Allí debe haber una grande- grité a mi hermano por sobre el estruendo del torrente, deteniéndonos a evaluar nuestras posibilidades. Considerando el fuerte caudal sumada a la dificultad de acercarnos favorablemente a la gran roca, decidimos que solo llegaríamos a ese punto lanzando de la mejor manera nuestros señuelos.
La trucha.
Al primer intento de Antonio, su señuelo se estrelló directamente contra el peñón desarmándose lastimosamente y solo recuperó «el tripal» o un pequeño aro metálico con una araña despuntada. Decidimos entonces anudar ambos trozos de nylon para aumentar nuestro alcance y posibilidades, descartando de paso los extremos mas desgastados.
Como buenos hermanos, nos alternaríamos en lanzar mi maltrecho «terrible». A mi turno, al tratar de hacer caer el señuelo detrás de la roca, éste colisionó de nuevo con ella y perdió una de sus aletas aleta que le daban algo de acción en el agua. Ello no fue obstáculo para seguir probando.
A su turno, Antonio lanzó el «artificial» el que describió una gran curva detrás de la roca, y mientras recogía una sombra emergió del fondo del pozón escoltando por un segundo al pez de metal, (tiempo que se convirtió en una pequeña eternidad) que había convertido en nuestra única esperanza.
En mi segundo intento, el señuelo quedó sobre la roca y se descolgó perezosamente al lugar que yo estimaba sería el correcto. Lo dejé hundirse por tres o cuatro segundos, y al recoger … ¡¡ oh desgracia..!! se había enredado en el fondo, la pausa solo lo había enviado hasta las grandes piedras y troncos del fondo.
Intenté recuperar nuestro preciado tesoro tratando de que el viejo nylon no se cortara, pero el tronco o rama no quiso ceder, hasta que de pronto cobró vida propia desplazándose aguas arriba, haciendo que el nylon silbara al cortar la corriente.
-Lo tengo- grité sin estar convencido aún…-¡¡¡ es graaaandee..!. Antonio pasó en una milésima de segundo de la depresión al frenesí y corriendo por la orilla del río dando indicaciones y órdenes (desde entonces cultivó graciosamente tal hábito) de como tenía que llevar el pez a la orilla sin perderlo.
Debo confesar que había instantes que no sabía lo que hacía, porque entre la trucha que subía y bajaba por largos trechos por el cauce, los saltos sobre las grandes piedras y los gritos de Antonio, solo el instinto me hacía aflojar y recuperar los pocos metros de nylon del tarro.
Después de unos eternos 10 minutos de lucha y aparentemente vencida, vi aquella imagen que me ha seguido desde aquel día… mientras era jalada a la orilla el pequeño leviatán dio un soberbio salto fuera del agua. Una trucha fario de unos setenta centímetros como nunca había visto, de colores centelleantes, enormes aletas y fuerza extraordinaria, se mostró ante nuestros ojos el pez que perseguíamos solo en nuestros sueños. Con temblorosas manos y temiendo lo peor la aproximé a la orilla, evitando levantarla, pero cuando intentaba cogerla vimos con horror que se desprendía del único anzuelo que le quedaba a la araña posterior.
La fario cabeceó y de nuevo sintió la libertad, yo en tanto me congelé por una fracción de segundo contemplando como el agua cubría a la trucha con su manto protector. En ese instante Antonio me trajo a la realidad apelando a mi amor propio con su grito de…..¡¡¡¡ Atáaajalaaaa..!!-
Como un arquero que se arroja a atajar el penal de su vida sobre un mullido césped, me tiré sobre las rocas del lecho atrapando la dichosa marrón bajo mi sweater, me hice un ovillo y solo me arrastré a la orilla cuando me había asegurado de no perderla.
Entre resoplidos, nerviosismo y ansiedad contemplamos a la primera gran trucha que habíamos pescado juntos. Poco importó lo mojados que estábamos, estábamos en el cielo, contemplábamos una y otra vez la gran fario que había pagado caro su desarrollado instinto predador. Mientras tanto el sol que se aprestaba a esconderse entre los altos cerros generosamente secó nuestra ropa antes de regresar al caserío.
Una vez limpiadas las truchas de aquella jornada (una docena al menos) las dispusimos ordenadamente en una vara de coligüe apoyada en nuestros hombros a modo de caravana y emprendimos el regreso a nuestro transitorio hospedaje donde nos cocinarían al menos un par de deliciosas arcoiris que sabrían a gloria.
En el camino al caserío pasamos junto a una cancha de fútbol de tierra, donde los jugadores lugareños vespertinos detuvieron el juego para contemplar con asombro con la luz de crepúsculo «el pescado más grande» que habían visto. Nosotros conteníamos la nerviosa risa tratando de disimular nuestra alegría y casi no miramos a nuestros inesperados y asombrados espectadores, risa que mas tarde liberamos cuando quedamos a solas.
Como epílogo recuerdo que los carabineros se comunicaron por radio al retén policial que encontraron a mi hermano mayor caminando mochila al hombro en dirección al villorrio ante la imposibilidad de conseguir un caballo prestado, quedándole una jornada de camino. Alentados por esa noticia también retornamos en el microbus a casa.
Después de casi cinco décadas, me detengo de tanto en tanto a saborear cada detalle de aquella aventura como también recuerdo que fue la primera vez que sentí tan cerca las estrellas aquella noche cordillerana.
Luis Vásquez G.
Socio del Club de Pesca Ríos del Sur – Valdivia.